jueves, 21 de mayo de 2009

LA HORA AMARILLA

Foto: Ciudad al sur de Tel-Aviv, Birak Beni





La hora amarilla


Y ayer estaban.


La hora amarilla reptaba por mi cuello recostado sobre la almohada. Otra vez. ¿Sería la última vez? Cada vez se hacía más larga y más consiente.


Leyla abrió la puerta. Tras ella, cinco muchachos, casi niños, asomaron sus rostros como cuando los pollos salen del cascarón. Escudriñaban qué traía de nuevo. Debieron ver a un hombre de piel blanca, con una mochila, una cámara fotográfica colgada al cuello, y una manta enrollada entre la mochila y mi nuca. Me apodaron en su dialecto "burro de carga".
leyla cubría con un pañuelo su cabeza y rostro, pero sus ojos, aún en la ausencia de su fisonomía, valían por un faro en medio del océano, único testimonio de su persona. Ella era a través de su mirada afable y alegre. No hablaba español y yo, debía esperar a Jamal, su esposo, a quien conocí en el aeropuerto de Tel Aviv y que desde el primer instante, con toda una sonrisa de luz, me ofreció hospedaje en su hogar.

Eramos cuatro Chilenos y seis Uruguayos, visitando las tierras de las eternas disputas, que hoy estaban minadas y eran punzantes cuando mirábamos el miedo en los hombros encorvados de los transeúntes. Dolor y muerte, esparcidos como un delgado río en bajada.

Yo me dirigía hacía la ciudad en la periferia sur, llamada Birak Beni. Debíamos repartirnos para llevarles esperanza, lo que pareció grotesco de aspirar en el momento en que sentimos la pobreza y las cenizas de vida, flotando entre los pies de esas personas. Hasta ese momento, nunca había pensado que ese lugar del mundo, ancestral, donde la historia a latido para darnos memoria, en donde se está creando la historia par el resto del mundo, donde las costumbres se transforman en religión, donde el dolor se convierte en misticismo, nunca imaginé que fuera el lugar más abandonado del Hombre, en que el sufrimiento es hereditario, que las leyes del universo, la suerte o la fe, no pasan por ahí.


Los niños cargaban armas desde los ocho años; el revolver de plástico, pintado en plateado, que algún día tuve en mi niñez, aquí era una " Kalashinkov" que pesaba entre 3 a 4 kilos.
Las calles olían a pólvora, y siempre estaban calientes, pestilentes de olor acre.

Cuando conocí a Jamal en el aeropuerto, tuve la sensación de que se puede vivir y morir al mismo tiempo y que la rutina hace que esa fatalidad sea natural. Lo vi en su rostro. en sus manos llenas de cicatrices, la ropa sucia y descolorida, por sus pies deformados, por un sol rey, perverso e implacable. Al mismo tiempo sentí un a ráfaga de esperanza, cuando él me sonrió de tal forma que sentí que lo conocía desde siempre. Se ofrecía para albergar extranjeros, mi función era ser un misionero en nombre de Dios.
Jamal era el tipo de hombre que aún tiene sangre para pulsarla hacia la razón, era por lo que había sobrevivido. Hablaba un español cavernoso y cada cierto tiempo agregaba frases palestinas completas, olvidando o tal vez jugueteando a que yo lo comprendiera todo. Mi mirada lo intentaba leyendo sus labios, pero lo que más me provocaba era a agradecerle su estado de ánimo, su sonrisa de libertad.

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